jueves, 7 de febrero de 2008

LA CREACION DEL ANGEL (3A. PARTE)


El viento asolador que pegaba mágicamente sobre mi rostro, indicaba una cosa, la llegada del último tren. Con sincronía perfecta, los metales coloreados por el naranja de la noche inundaban todo el desolado andén. Una tonelada de cristales, un ejército de puertas automatizadas, varias docenas de neumáticos electrizados, focos ardientes que pululan en la oscuridad y un conductor solitario engullido por decenas de controles, marcaban la hora para partir y alejarme de los pensamientos apocalípticos que asolaban mi mente.

Como en camára lenta, mi abrigo se ondeaba con libre albedrío por la atmósfera subterránea de la estación, mi cabello se alborataba, bailando al compás de los aires, de las ráfagas invisibles que producía aquel coloso agusanado. El sonido característico de advertencia se entonaba con discreción, un himno para los vivos, una sentencia de muerte para los suicidas, una melodía cabizbaja para los deprimidos o una musiquilla llena de virtuosísmo saltimbanqui para los niños inpresentes. Los vagones se detenían con total sigilo, cansados de una tortura de masas, de estar continuamente albergando a desconocidos, a fantasmas que se inmutan o que cortan su lengua en las multitudes. Al entrar al espacio vacío e inundado de luces del tren, noté dos siluetas a lo lejos, dos personas adormiladas en la ya cercana media noche. El pasillo se constipaba de mugre, diversas latas, algunas bolsas de frituras y huellas pérdidas en la superficie, brindaban una imagen desoladora, un paisaje del viejo oeste con luces alargadas, una manera ineficaz de disfrutar algo que, continuamente se reduce a un espacio entallado con olores nauseabundos impregnados en el ambiente. El cierre de puertas contenía el ambiguo deseo de llegar al hogar o simplemente de simular un destino, mientras en casa sólo esperan los llantos de la soledad y una cama sin cuerpos.

Las vías rechinaban en ciertas ocasiones por el oscuro pasadizo, frenajes constantes impedían el deslizamiento perfecto entre un gran falo naranja y su tétrica vágina subterranea,. Un eterno coito, prolongado por descansillos iluminados, una embestida profunda que hacían participes a tres individuos con rostro de cansancio, de pesadumbre, de tristeza virulienta que se transmitia por medio de esporas microscópicas pegadas en todas las entrañas del tren. Jugabamos a existir, un juego que sólo se puede complicar por la inventiva del ser humano, ¿Qué es lo que complica la vida?, la misma gente, diría Cary Grant en el film TU Y YO, a su amada, interpretada por Deborah Kerr. La gente, vaya ironía, el mundo se cuestiona el por que de sus desgracias, el por que de su incomunicado modo de existir, el por que de su frenética busqueda del amor, y la respuesta vuelve cabalgante hacia su mismo sitio, LA GENTE. Eso es lo que se podía oler, percibir en un vagón lleno de muerte y sosobra. Dudas, cuestiones, preguntas, incógnitas, flotaban en los escombros del vagón, sin que estás pudieran, con un mínimo de florecimiento, ser resueltas por tres cadáveres en total descomposición.

La siguiente estación y el mundo seguía igual, nada había cambiado, sólo unos cuantos kilogramos de peso menos definían el estado del tren. Un individuo había salido por la borda, hacia el acantilado de tiburones y pirañas, esperando ese bocado soñado entre sus mandíbulas. Los pasos que dejaban rastros de inquietud en la estadía de color verde, sólo podían definirse como mezcla de un cansancio laboral y una desilusión amorosa. Aquel rostro que logré percibir en ese cuerpo débil, fue un rostro de amargura, de un hombre que, tal vez se encontraba en el cenit de una vida. Maduro, de aspecto conservador, con algunas canas dibujadas en el cabello, esas que solo suelen significar una cosa, la adicción al trabajo, la adicción a la rutina o tal vez la temprana maduración del cabello. Un portafolios le hizó guardia durante su viaje, durante una travesía debajo de la tierra. La corbata que hizo relucir su camisa algo descolorida, más que pertenecer a una prenda de buen vestir, asfixiaba su cuello, haciendolé pensar que su falta de oxígeno, podría disminuir esos pensamientos, que por unos momentos reflejaron unos ojos vidriosos y llenos de una melancolía desgarradora. -Adiós pasajero, te veré en otra vida- meditaba en mi mente. Las puertas cerraban de nuevo sin ningún rastro de humanos que abordaran.

Segundo acto. El despegue hacia el espacio exterior, sin estrellas, sin cometas, sin galaxias, sin la mínima señal de algún meteorito que pusiera en tela de juicio nuestro seguir en la nave naranja. Túneles de oscuridad delineados estrepitosamente por flashes de ambrosia, de un caudal sádico de mentiras que revolotean en la telarañas de los techos. Ecos, sonidos que atormentan cuando sólo oyes el ruido del transcurso, ¿Alguién ha puesto énfasis en los sonidos del metro, en las miradas, en los rostros, en los caminares, en las pláticas, en las conquistas, o en los besos? No sólo eso, ¿Alguien ha sentido el palpitar del gusano? PUM, PUM, PUMMMMM! sonaba cerca de la ventanilla. Una corriente sanguínea que salía directo hacia mi. Su corazón, un tambor enorme que entonaba una marcha a la guerra, directo a la caza de los chacales o a la tétrica tumba grabada con cinceles y cuñas. PUM, directo hacia mi cabeza. Una invasión de visiones del pasado, voces que se oyeron durante el día, cantares de músicos urbanos, vendedores, niños en llanto, mujeres platicando, hombres empeñados en deslizar sus manos en cuerpos ajenos. PUM, y el otro inquilino con los ojos cerrados y el cuerpo echado entre los asientos. Ningún signo de vida en el vagón, sólo dos bosquejos tirados por hilos de angustia. PUMMM! el metro seguía latiendo, más vivo que los humanos y menos muerto que una roca. Y la voz grabada de una dama anunciaba la siguiente estación.

TUUUUUUUUUU! indicaba el sonidillo emergente al cerrarse las puertas. Miraba al hombre que llacía inmóvil, al parecer sin signo de vida. Notaba que su cuerpo estaba sobre dos asientos, cubierto por una chamarra de piel. Una gorra hacia lo mismo con su cabeza y unos lentes cubrían sus ojos. Sus brazos y manos se escondían entre su inmovilidad, entre la quietud de su ser. Me acerqué un poco para observar mejor. Recorría cada asiento con sigílo, vigilando que no despertará de su sueño. Cada paso que daba era resguardado por cada halo de luz que quedaba atrás. Me planté enfrente de su acostada silueta, lo toqué debilmente, sólo para comprobar que estuviera dormido, no dio signos de respuesta, volví a repetir el procedimiento con un poco más de fuerza- Que pasa-, contesta medio atolondrado mientras sus manos quitan la descolorida chamarra,-Que pasó, quien eres-, me pregunta con un tono desabrido, -Nadie, no soy nadie, sólo quería...-, no logró terminar la frase. Con un súbito ademán y una expresión desorientada comenta -¿que estación es?-, -A...-, le replicó,-Ya me pasé, chirriones-, exclama con un claro reflejo de dolor.

Las luces aparecen poco a poco, y lo que antes fue negrura, ahora se ilumina con total banalidad. El movimiento es mucho más lento y predecible; la gran maquinaria electrificada se detiene una vez más en un apartado bajo tierra. El hombre, que hace unos instantes roncaba en la soledad del vagón, empezaba a enloquecer después de estar desfallecido rumbo a su hogar. Según sus balbuceos desquiciantes, había pasado su estación hace largo rato, y su suerte, al abordar el último tren del día había desaparecido. Las puertas abrieron en otra repetitiva sesión de rutinas mecánicas, y cuando esto sucedia por enésima vez, la silueta del hombre dormilón salía velozmente por los pasillos fantasmales hacía la superficie del mundo. Adiós durmiente, adiós.

Volví a mi asiento algo desconcertado todavía sintiendo el infortunio del penúltimo pasajero, aquel que había huido de su sueño para enfrentar los monstruos de la realidad, para sentir nuevamente el acoso de la pesadez existencial; un globo de atlas que acosa a los seres que aguardan en los caminos iluminados o en contraparte, en los caminos oscuros de los bosques de la vida.

El sonido nuevamente se filtraba por el andén, un chillante monolito de aire que desquicia y advierte. Miró con fijación el techo, a un punto cercano a los ventiladores; mi cansancio es tremendo, subó mis piernas al asiento continuó y me recuesto sobre la cromada superficie. El frío es leve, los ventiladores frenan un poco se empuje y al igual que yo, descansan de un día salvaje. Cierró los ojos en medio de vagones unidos, entre ventanas de velos grisáceos, entre una niebla que emite el vacío, el silencio. Una rapsodia entraba con sigilo, escondida en un valle de aisalmiento, encapsulada por escoltas etéreos, flanqueda por enormes muros, extraviada sólo en mis pensamientos olvidadizos.

Los minutos parecían alargarse, extendiéndose como serpientes sobre arena, zigzageaban largos períodos antes de que las manecillas marcaran los 60 pasos hacia el olvido. El tren seguía sin avanzar aguardando, esperando a fantasmas, que encadenados a la no existencia caminan por puentes nigromantes. Un sonido leve viajaba con libertad por las lozetas, armónicamente cobraba viveza con patrones distinguibles. En busca de respuestas auditivas, miraba los pasillos desde mi asiento en busca del iniciador de tan bello canto semejante al golpeteo de tacones sobre una superficie liza y abrillantada. Para mi sorpesa, el ruidito finalizó su melódica procesión a unos metros del vagón. Cuando decidí echar un vistazo hacia los pasillos, las puertas cerraron precipitadamente. Volví hacia mi lugar con algo de incógnita; ¿Quién caminaría a esta hora tan libremente en la estación? ¿El sonido realmente pertenecía a pasos sobre tacones? ¿Y por qué no logré ver al causante de semejante anomalía? ¿Acaso estaré ciego? ¿Acaso estaré soñando? ¿O tal vez empezaba a fantasear despierto? No, claro que no, estaba casi seguro de que había escuchado un caminar perdido, un caminar de...

El metro avanzaba, seguía triturando la tierra, haciendo vibrar el submundo; una gota de sangre naranja que recorre las arterias negras; un pulso que imana de las entrañas nauseabundas del hades, una chispa electrificada que transita por tierras muertas. Temblores paseantes que desencadenan una catástrofe peculiar, una tempestad de emociones en un lúgubre escenario. Adornos grisáceos, luces clavadas en las mortajas de las paredes lastimadas. Todo estaba preparado con antelación, todo estaba en calma, agasapado o probablemente escondido en la neblina de incertidumbre. Todo estaba a la espera de la tercera llamada hacia el inicio del encuentro, de la creación.