martes, 20 de noviembre de 2007

LA CREACION DEL ANGEL (2A. PARTE)


Mi cansancio me traía embrutecido, en un estado catatónico preocupante. Por la falta de mi NEGRA, fijé mi marcha hacia las escalinatas del metro, eran las 11 de la noche, y esperaba que, si corría con suerte, abordaría el último de los trenes. Al acercarme a la entrada miré a una familia de indígenas acorrucados entre sí; los pequeños estaban envueltos con chales y cartones, dos niños para ser precisos... Descansaban en la sucia base de la escalera junto a la rejillas. El hombre con una tez demacrada me estiró su mano con algo de miedo, su palma se mostraba enpolvada y llena de cicatrices; de su boca salió una frasesilla entristecida por algunos gemidos disfrazados de sílabas, - Señor, me podría regalar una moneda-, lo miré sin mostrar indiferencia, estuve, al parecer, algo de tiempo frente a su envestidura fantasmal. Miraba a un ser humano maltrecho en las hogueras vivenciales, borrado de las percepciones ajenas, inexistente en el latente y mordaz espíritu de ayuda, sólo en la oscuridad existía, lograba un papel medianamente destacado, un personaje que jugaba a vivir, o posiblemente, intentaba ser, en la orbe de los muertos, afuera, donde los vivos temen acercarse y enfrentarse a las desgracias, a sus más temibles miedos, a transformarse en alguien que no tiene cabida en el sistema, en las reglas establecidas, en el mundo donde reina la supervivencia. Saqué de mi bolsillo varias monedas y se las dí envolviendo mi palma sobre la suya, le otorgué una sonrisa de buena fe y él me sonrió sin vacilar. Me alegué y predijé que, tal vez, por esa noche, ellos dormirián con los sueños arraigados en el alimento que disfrutarían a primera hora de la mañana.

Puse el boleto en la rendija de los torniquetes en una estación vacía y sellada por silencios de cementerio, los pasillos, carentes de cuerpos, enloquecían por su soledad o agradecían al tiempo por su no congestionada aflicción, por no tener que soportar el millar de agentes extraños que pisotean sus dominios, de tener que arrastrar con multitudes que se incomunican cada vez más y consumen sin medida.

Divagaba en laberintos mentales, encrucijadas de pactos diabólicos, como la historia del mítico ROBERT JOHNSON. Me hallaba clavado en la zona muerta del submundo, debajo de la tierra, entre rieles y alcantarillas putrefactas. Pensaba locamente en tierras inconquistadas y seres de fantasía, donde el bíblico árbol de la abundancia crecía con pasión en praderas destinadas al paraiso.

Interminable, se puede traducir, la enigmática figura de aquel arbusto que ofrece todo lo que un hombre puede desear, incluso la inmortalidad, bajo los sustentos de la fe y el amor. La textura del tronco brillaba descomunalmente sobre una eterna oscuridad de túneles subterráneos. Implicado esto, uno se pregunta, que tal vez los lugares menos insospechados y desgradables suelen contener la belleza más desbordante. Me hablaba a mi mismo, conteniendo rafagas de incoherencias, meditando acerca de los confines de la sabiduría en tierras de penumbra y soledad, bajo las sombras del follaje divino, casi celestial, en espera de vagones fraccionados, de trenes palpitantes. El anden me servía de plataforma, de base para despegar hacia las escrituras envolventes que tatuaban la corteza del árbol, mientras más percibía el contenido de las oraciones, más seguro estaba de mi presencia delante de mi camino, ese el que tratamos de encontrar a lo largo de nuestra vida. Cuando logré traducir el extraño idioma de la escritura, saqué algunas conclusiones sumamente adheretes a un probable destino que me aguardaba en algún rincón del universo, el texto decía:

"El hombre es como un árbol con frutos, cada fruto crece en su follaje verdusco y abultado, adornando su apariencia con total benevolencia y cuidado. Las raíces del árbol se extienden por el subsuelo entre tierra y rocas., como el sistema nervioso del humano, éste llega a cada punto del cuerpo, a cada rincón. Las raíces se alimentan de la humedad del terreno, aprovechando cada nutriente orgánico que el subsuelo provee, es un gran sistema ramificado que se autoinyecta una incommensurable variedad de proteínas y fuerzas enriquecedoras que lo harán acreedor a un gran tamaño y envergadura, así mismo el HOMO, se autoalimenta de palabras y conocimientos, de experiencias infaltables y alimento orgánico que fortalecerán su constitución de origen desconocido, crecerá su memoria, su juicio y entenderá el significado secundario de la vida, el CRECER. Cuando el diminúsculo punto inicial, ese que se asemeja a un grano de arena, se siembra, tiende a aumentar su tamaño en altisimos porcentajes, se convierte en un ser distinto, irreconocible a su origen; se inicia el ciclo del nacimiento, cuando la semilla brota en el interior de la tierra, poco a poco se desborda dentro de sí, la titánica necesidad de existir, de desarrollar su forma, de expanderse entre los aires. EL NACIMIENTO, el punto inicial de toda prueba, de todo viaje.

Cuando una persona emprende un viaje a territorios desconocidos, lo hace con cierta cautela, algo de emoción y mucha incertidumbre. Es una búsqueda por senderos nunca explorados, que mantienen algo de intriga bajo tanta musgocidad implícita. La travesía puede ser extraña, dolorosa o llena de epifanías. Los caminos, en la mayoría de las veces, son sinuosos y en sus extremos albergan acantilados abismales coloreados por una oscuridad intimidante. Crea un ambiente de misterio, descifrable mediante cálculos que se albergan en la confianza, seguridad y aptitudes que el viajante emita o refleje durante la empresa. Los peligros son como migajas de pan, se camuflajean de una forma tan inocente que sólo la intuición y la fe logran percibirlos como amenazas latentes.

Un hombre lucha por encontrar la dirección correcta dentro de un mundo bárbaro y hostil que lo apriciona con anzuelos de una belleza dudosa y encantos volátiles. Convencimientos instantáneos terriblemente inclinados a provocar confusiones tortuosas plagadas de insensibilidad.

Los períodos del viaje comprenden eternidades. Una vida se extingue dentro del camino, se agota sin construir el conocimiento necesario que le lleve al primer peldaño del significado escencial.

El espíritu sustituye las debilidades del cuerpo, alumbra su inferioridad con diálogos silenciosos del alma. La meditación es el paso cumbre que desvia al emprendedor de la niebla que lo cega y lo desciende a principios superfluos.

Al iniciar el sondeo la cabeza impera el dominio en las decisiones trascendentales, sin embargo la claridad de las respuestas tiene una particularidad, muchas veces es indetectable a la razón; y es ahí cuando el reforzamiento del corazón adquiere notable presencia en las disquisiciones de la concordancia. Una batalla interna, espiritual, invisible, empieza a brotar en la integridad del individuo. Un combate que aprisiona al carente de fe, al que se encuentra en las profundidades del miedo. En su inseguridad el aventurero se viste con ropajes implecable, de materiales sofisticados y adornos flamantes, una inminente causa reside en los espejismos vacíos, en la desnudez grisácea de un corazón hambriento.

El fatigante caminar se revela como follajes majestuosos matizados con una vemehencia diversificada. Las ramas zigzagueantes de los caminos pululan colores confusos, amargos, dulces, putrefactos, vivaces, añejos, joviales y cientos de dilemas inundantes. Los pasos compiten por delinear el compas adecuado, capaz de permitir encontrar el ciclo de la vida, el PORQUE y el ORIGEN.”

Psicópata, esquizofrénico o un demente recargado sobre las paredes de un anuncio sin imagen, tal vez eso era yo, en espera del próximo tren que me llevará a la perdición o al total congelamiento de mi estado. No lo sabía, pero sentía que algo, en un momento próximo, no muy lejano, transformaría mi soledad en algo puramente divino. Un mensaje dejado en la temporalidad inmediata en ese espacio-tiempo. Una revelación que dejaría corta a mi divagación improvisada del árbol y su contenido. Letras que aparecían y desaparecían, que se volvían parte de mí, como un libro humano, como mi libro de cabecera. Trazos que se tatuaban en mi piel y que me obligaban a sentir el significado de las líneas y los garabatos. A veces algo coherente, otras veces indescifrable. Líneas de texto que transitaron sobre rieles y que se mostraban ante mí en forma invasora...

El metro llegaba con una ráfaga de viento...

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